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Archivo narrativa

La esquiva justicia

Cuando entró llorando al despacho, a nadie le pareció raro. Últimamente mucha gente acudía allí en busca de justicia y ella había estado tras él toda la semana hasta que lo encontró sentado en su silla de cuero, fumando un puro, con una taza de café negro y un par de galletas de mantequilla. Ya había sido advertido de las insistentes visitas de la mujer e intuía que se presentaría nuevamente. Quizá por eso estaba allí, esperándola, para buscar una posible solución. Esas eran las nuevas políticas gubernamentales. Antes de sentarse, la mujer secó sus lágrimas, extendió su mano para saludarle y luego suspiró en señal de alivio y esperanza. Había logrado algo que muchos no podían, estar frente al hombre clave para la ejecución de justicia. El caso de su padre había sido poco bullado pues los antecedentes indicaban que se trataba de un vagabundo muerto en una riña. La información de la investigación no era del todo clara y los papeles decían que había sido a causa de un cigarrillo y que estaban ebrios al momento de suceder los hechos ya que encontraron botellas vacías en el lugar. También especulaban que un reloj dio inicio al malogrado acontecimiento, pero a ciencia cierta, nadie podía asegurar esto último. Expuso larga y, en la medida de lo posible, serenamente lo sucedido, argumentando que parecía que ella por su cuenta había avanzado más que la misma justicia ya que, desde el asesinato, había pasado un mes y no tenían sospechosos detenidos ni tampoco existía una línea clara de investigación. Mientras hablaba él tomaba nota, realizando intervalos para llevarse el puro a la boca y mirarla de manera interesada en lo que decía. Parecía entregar pistas más claras que las incluidas en el expediente, el que reposaba al lado de la taza de café que ya se encontraba a la mitad. Lo investigado por ella arrojaba un dato preciso: el sospechoso era un hombre más bien solitario y que muy a menudo buscaba la compañía de su padre. Con él, más de alguna vez, había compartido una botella de licor al calor de una fogata para capear el frío del invierno. Algo llamó la atención a sus informantes. Este hombre en un comienzo se encontraba muy bien vestido, pero con el correr de los días se había mimetizado con el ambiente —una gran y descuidada barba, ropa raída, uñas largas y sucias—. Además denotaba conocimientos en cultura, artes, música y otras cosas que llevaban a pensar que su nivel de estudio era superior al de los que habitaban ese lugar, situación que le acercaba al ya fallecido puesto que era un hombre letrado y de gran sabiduría. Todo fue apuntado de manera minuciosa pero con interrupciones del hombre para obtener más información como el color de pelo, la tez, los ojos, estatura, lo que entregaba reales pistas para encontrar al homicida. Pidió un café y galletas para ella, le comentó los pocos avances que tenían hasta el momento y le agradeció que le llevase información que él consideraba valiosa para el caso. Le prometió que buscarían al responsable ya que su padre había sido un hombre de bien para la sociedad aun cuando hubiese caído en desgracia y miseria los últimos años de vida, —pero eso no le hacía menos persona. El culpable debe pagar— dijo el hombre. Además agregó que quienes no habían realizado bien su labor investigativa, serían removidos de sus cargos sin importar su carrera funcionaria. Todo esto dejó algo más tranquila a la muchacha. Ya no tenía lágrimas en sus ojos y su tranquila sonrisa demostraba que albergaba la esperanza que existiese justicia, la que sentía le había sido negada a su padre hasta antes de aquella conversación. Al despedirse lo hicieron con un fuerte apretón de manos y bajo la promesa de colaborar con el caso. Al salir del despacho, el hombre la siguió con la mirada hasta que se perdió tras la puerta luego del pasillo que daba hacía la calle. Juntó sus manos y, luego de pestañear mirando la taza de café, bebió el último sorbo frío que le restaba. Se levantó de la silla, se puso la capa que usaban los de su rango, dispuesto a salir, más se detuvo un minuto en la ficha y en los apuntes tomados del caso, los que observó detenidamente por un par de segundos. —¿A quién le importa un vagabundo? —Dijo despectivamente haciendo una mueca. Luego tiró los papeles al basurero para salir a almorzar con su esposa quien le esperaba hacía media hora.

Esencia

Tengo la extraña sensación de que algo pasa conmigo. No sé si deba hablar de esto o no sé si ustedes quieran saber sobre esto, pero desde hace una semana que no puedo dormir. Y desde hace una semana mi madre no ha dejado de llorar. He visto a mis amigos reunirse sin avisarme y han quitado la cama de mi habitación. Mi padre se ha encerrado en su estudio y no quiere hablar con nadie. Ya nadie me habla y al parecer nadie me escucha cuando lo hago. De desesperación he roto algunos vidrios de la casa y todos saben que he sido yo pero tienen miedo de aceptarlo. El tiempo se ha detenido y parece que he sido el único que se ha dado cuenta. He escuchado de voces de parientes que harán algo para celebrar mi partida y lo más extraño es que no he salido de casa desde hace días. Pero cuando lo hago y voy al patio, la lluvia no me moja, camino sin rumbo por las calles y no me canso. Me recuesto sobre el césped y el sol no me quema la cara. Y cuando regreso para el almuerzo, mi plato siempre está vacío. Tengo la extraña sensación de que algo pasa conmigo. Pero tal vez pueda entenderlo pronto. Escuché decir que vendrán a verme, dijeron que me llevarían flores el domingo.

Estrategia

Mayra llevaba meses esperando noticias de la investigación policiaca. Era una mujer de unos treinta años, casada con Luis, un panadero. No tenían mucho dinero, pero él todos los días antes de irse la despertaba con un beso y un café caliente. Eso era suficiente para que supiera que la amaba. Hace diez meses una bala perdida se lo quitó, eso dijeron… Una bala perdida. Ella nunca estuvo de acuerdo con esa hipótesis. Todas las semanas se aparecía en la estación de policía a preguntar cómo iban las cosas, y la respuesta siempre era la misma: «Estamos trabajando, tranquila, señora. Cuando tengamos noticias sobre el caso se lo haremos saber». Cada día que pasaba Mayra sentía más el silencio. Extrañaba la piel suave y velluda de su adorado Luis. El aliento cálido y masculino en su pecho. El departamento de una sola habitación se hizo más grande con el pasar de las semanas. Las cortinas permanecían cerradas y el polvo junto con el moho se apoderaron del lugar. A pesar de eso ella seguía sintiendo en el ambiente el olor del hombre que la llevó al altar. A veces le parecía escuchar su risa. «El Tiempo lo cura todo» le habían dicho. Sin embargo, eso no fue así. Mayra empezó con la negación, después pasó al llanto incontenible y a los tranquilizantes porque creía verlo en cada esquina. Hasta llegó a maldecir a Dios por habérselo arrebatado. Todo eso se había convertido en ira, en odio. Le urgía encontrar al asesino. Cada minuto pensaba e imaginaba quién podría ser y qué motivos pudo haber tenido. Necesitaba información de los archivos policíacos, así que se propuso conseguirla. Con paciencia y constancia logró sacarle información a uno de los detectives. Bastó con saber el nombre de un posible sospechoso. Esa noche se puso en la labor de buscarlo en la red social más popular del mundo y ¡Bingo! Lo encontró. Era un tipo como cualquier otro, vulgar, sin nada particular. Mas en su mirada ella advirtió la maldad. Mayra creó un perfil falso y le envió un mensaje privado diciendo que algún día le gustaría conocerlo, que era muy atractivo y otras muchas cosas más que estaba segura alimentarían el ego de cualquier hombre. Y tal como había planeado ¡Cayó! Contestó el mensaje con palabras dulzonas y propuestas sucias. Mayra le escribió algunas líneas mintiéndole: «En este momento era imposible conocerlo personalmente porque la habían condenado por el hurto a un almacén y se encontraba pagando una condena de dos años con casa por cárcel». Pero estaba decidida a engancharlo como fuera, así que tomó algunas fotografías suyas en ropa interior evitando mostrar el rostro y se las envió sin importar que en el fondo de la habitación fuera evidente la mugre y la ropa desordenada. Todos los días mensajes iban y venían, la mayoría de índole sexual. El hombre cada día más interesado sucumbió a las preguntas de Mayra y sin darse cuenta le soltó que pertenecía a una banda de sicarios que operaba en el centro del país. Ella se mostró excitada con la revelación diciéndole que le encantaban los hombres malos y muy machos. Cada día ella le pedía que le contara de forma detallada uno por uno sus crímenes y ella lo recompensaba con actos sexuales en cámara. El tipo anhelaba la hora de encender el ordenador y conectarse con esa mujer hermosa que lo entendía, que compartía sus gustos, sus placeres y maldades. Treinta y tres días después llegó el turno para que entre risas le narrara un homicidio que había cometido contra un insignificante panadero porque fue testigo de un asesinato y jactándose concluyó que él nunca dejaba cabos sueltos. Esa noche no hubo fotos ni vídeos sexuales. El que accionó el gatillo del arma está purgando una pena de veinte años en la Cárcel de la Picota en Bogotá. El vídeo de la confesión reposa como la prueba prima del caso. Mayra ahora vive en otra ciudad. Se cambió el color del cabello, encontró un nuevo trabajo y hasta un nuevo amor. Sonríe y duerme tranquila. Le cumplió a Luis y a la sociedad.

Buen día

Suena la alarma, las 6:00 a.m en punto, cinco minutos más… mejor no. Y el silencio da paso a la lucidez de los kakarakeos. En marcha los sonidos cotidianos en la alcoba comienzan a recordar la rutina de la semana inglesa: la piel deslizándose en las sandalias, el paso de anciana en premonición. Otra vez observa sus ojeras y la ráfaga mental comienza, piensa: “han de ser los años”. Las lágrimas atascadas en pequeños pantanos bajos los ojos; o, quizá, las letras guardadas en las esquinas del papel, amontonadas, diluidas con el sudor de los dedos al cambiar la página. Después la mano al rostro, aplastando el cansancio, dejando ahí el perpetuo charco, la perpetua frase favorita. Se viste de humana, decidida a cumplir con las 8 horas que firmó en papel y en sonrisa. El agua hirviendo, el cuchillo partiendo la fruta, la avena combinándose en la licuadora. El café amargo, la manzana dulce, y el licuado espeso. Se concentra en el sonido de tragar y piensa en que podría morir a causa de un bocado. El desayuno en silencio y la mente ruidosa. La puerta del baño, el cepillo, la pasta, el zic-zic con la mano derecha. Agua, ruido, gárgaras, escupe. Una vista al espejo, cerciorarse de no rastros de menta, el coqueteo de autoestima. El ruido al apagar la luz, la estela de loción barata en el baño. La puerta se cierra. Las llaves, la vida al salir de casa. Paso firme, de prisa. El frío, el pasto con hielo y el pensamiento “hace cuánto que no me apapachan”, la nostalgia, de nuevo el frío y el silbido de la canción del día. Camina, observa el cielo. No hay sol, pero sus pasos ya le danzan en honor mientras escucha el susurro y respiración de los que todavía duermen. La jungla, el estamos formados, los amontonados, primeros las damas, primero los niños que van a la escuela. Ahí va la puerta de atrás y pisan los zapatos impecables, la indiferencia aunque siempre sean caras conocidas, las rutinas agrupadas en un camión. Bajan, ojo con tu cartera, celular y corazón. No sabe cuándo puedan robárselos. Se sienta, abre el libro, separador de imán del Quijote, página 136, párrafo 2, idea 1994. Atenta, de vez en cuando levanta la mirada, busca caras felices y ve el joven del asiento amarillo, el anciano sin dientes mirando la ventana con ojos tristes, pestañas largas llenas de nostálgica vida. El niño con mochila pequeña, con imaginación grande. La adolescente con espinillas y cabello húmedo. La señora con la cara más larga que el crucifijo que trae en el cuello. El de al lado a punto de recargarse en su hombro; y piensa: “es lo más próximo a un abrazo”. El fantoche con la bocina al pecho, los caminos de la vida, la puerta negra y la penca del maguey. Los olores combinados, vaho, desodorante, perfume, crema, sudor propio y sudor de sexo trasnochado. Los mensajes de texto con los buenos días, las llamadas con voz entrecortada. El tráfico, la contaminación, el claxon, la mentada de madre, la mano asomándose del coche blanco en señal de gracias. Párrafo 3, atenta. La ventana al mundo, el albañil haciendo su porro, la envidia por no ser él. Una cuadra, dos cuadras, medio kilómetro. El enfrenón, la vista a la banqueta, el oxxo, el señor en cuclillas leyendo la botella de agua que no tiene etiqueta -quizá prediciendo esta trama- esboza una sonrisa pelando los dientes. De nuevo cae la mirada al texto. El zipper de la mochila, amante del olor posando sobre sus piernas, amante del chasquido entre cada cambio de página, se abre dejando descansar el libro. El tacto del timbre, el piii que corta con el ensueño, las puertas estridentes. Un escalón, dos escalones, tres escalones para bajar al cielo, tierra de nadie. El semáforo, la vista, el verde. Media cuadra, el timbre segundo piso, sola, un cubículo testigo del encierro de un tarareo de Sabina: “¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?”. El buen día es la sonrisa de los compañeros de rutinas.

Afuera de la nada

Invento una abstracción. Representa mi interioridad. Es tan artística que me adentro en su complejidad. Voy hacia su magnitud. La percibo y se parece a la palabra, infinidad. Sus rincones son maravillosos. Cada obertura es misteriosa. Siempre hay una nueva convicción. Por eso es majestuoso estar en este espacio deslumbrante. Me muevo hacia todos lados y hacía ningún lugar. Sucesivamente cambio de forma, sin haber lógica. En un segundo soy un ser inmaterial mientras que en el otro instante soy un ser fantástico. Es agradable saberse diferente. Entre lo otro valioso, me alimento del líquido inasible que por aquí cobra una efusión, su sabor es espiritual. De a poco inunda los vacíos. Es sutil su química y calma mi sed por soñar. Mas puedo traspasar los sentidos. Reconozco cómo los recuerdos se rompen. Lo trivial se dilata. A lo conjugado el dolor deja de existir. Todo lo superficial se me borra de la conciencia. Sólo la fantasía real se reproduce en esta dimensión. Sobre lo insondable recupero mis ilusiones. Es este un presente antiguo que yo reconstruyo. Antes era indistinto y ahora lo hago alterable, ahora lo vuelvo trascendental. Tanto aquí lo único, que uno como creador puede quedarse inmerso en esta composición, sin los simulacros; mas yo lo busco con voluntad. De hecho en este estar yo estoy feliz, no hay imágenes y sí hay sublimación.

Seguimiento

Teníamos fundadas sospechas de que uno de los tres estaba siendo vigilado. Concertamos abordar, fingiendo no conocernos, el subte C de las 15.35. Bajaríamos en Palermo por puertas distintas para encontrarnos a las 16.15 en el Dakota Bar de la calle Costa Rica. En el subte todo el mundo tiene cara de póker. Imposible adivinar cuál de los pasajeros estaba encargado del seguimiento. Era cuestión de aguardar. Llegando a Palermo nos dirigimos hacia las respectivas puertas. Instantáneamente dos tipos que también viajaban separados hicieron lo mismo, colocándose uno a cada lado del que llamábamos Simón. Descendimos todos. Simón caminó pegado al tren y sorpresivamente se introdujo por donde yo había bajado. Intentaron seguirlo pero las puertas se les cerraron en las narices. En el andén quedamos el que llamábamos Iván, yo y los desconocidos que, desconcertados, discutían en voz baja mirando alternativamente al túnel y a las escaleras. Pasé junto a ellos adoptando un aire ausente y subí a la calle. Iván marchaba varios metros adelante. Dejé que se distanciara aún más. Ya estaba Iván sentado a una mesa y Simón quitándose el abrigo cuando entré al Dakota. Quedé demudado. Las entradas que ampliaban la frente de Iván habían avanzado hasta dejarlo totalmente calvo. Simón, por su parte, había encanecido casi por completo. Eso por no hablar de la obesidad, las manchas de la piel, el aliento jadeante de uno y las arrugas, el color amarillento y la delgadez excesiva del otro. Se los veía abrumados por un peso enorme. Aterrado, me busqué en un espejo. Entonces vi las hinchadas bolsas que colgaban de los ojos, la configuración asimétrica de la cara, la red de venas violáceas que descendiendo de la nariz se expandía por las mejillas Habíamos conseguido burlar el seguimiento, pero a un costo demasiado alto.

Me ven

Estoy atrapado en una situación que no se puede resolver. Es imposible. Me miro al espejo y veo un mundo tan similar al mío. La misma ventana por atrás, pero no puedo ver el universo que esta esconde tras de sí: es una ilusión. Creo que también sucede lo mismo conmigo, soy la ilusión para el del espejo, ese que me mira. ˙ɐɹıɯ ǝɯ ǝnb ǝsǝ 'oɾǝdsǝ lǝp lǝ ɐɹɐd uóısnlı ɐl ʎos 'oƃıɯuoɔ oɯsıɯ ol ǝpǝɔns uéıqɯɐʇ ǝnb oǝɹƆ ˙uóısnlı ɐun sǝ :ís ǝp sɐɹʇ ǝpuoɔsǝ ɐʇsǝ ǝnb osɹǝʌıun lǝ ɹǝʌ opǝnd ou oɹǝd 'sáɹʇɐ ɹod ɐuɐʇuǝʌ ɐɯsıɯ ɐL ˙oíɯ lɐ ɹɐlıɯıs uɐʇ opunɯ un oǝʌ ʎ oɾǝdsǝ lɐ oɹıɯ ǝɯ ˙ǝlqısodɯı sE ˙ɹǝʌlosǝɹ ǝpǝnd ǝs ou ǝnb uóıɔɐnʇıs ɐun uǝ opɐdɐɹʇɐ ʎoʇsƎ uǝʌ ǝW

Minificciones

Cuando no quiero comer más, cierro la boca. De nada sirve que me insistas con cucharas, cucharitas, cucharones. El exceso de metal me indigesta. SIMPOSIO DE SONIDOS Armamos un simposio de sonidos. Los gritos de mamá, los rezongos de mi hermana, el gruñido de mi padre, la flatulencia de mi tío, los eructos del padrino y los ronquidos de la abuela. Agregamos, para darle un poco más de majestuosidad y de intriga, el chirrido de las puertas y el ahogo de las canillas. Toda la casa y la familia acompañaron de manera académica. Después entregamos certificados de asistencia y distribuimos menciones al mérito. Mi responsabilidad de ceremonial y protocolo estuvo lucidísima. ADVERTENCIA Jonás le andaba con ganas a la ballena y su mamá le decía: mirá Jonasito, esos bichos son muy traicioneros. Mucho gorgoritos por la cabeza, mucho vaivén con las olas pero en cuanto más, ¡zas!, te dan un bocanazo. Y no agregó nada más porque, en cuanto se dio vuelta, Jonás ya no estaba

En el cine pasan tu película

Después de que se fue quedaste con la luna colgando de tus labios y el foco de la lámpara que está en la mesita de noche se fundió. Ya no cuentas las horas en el reloj ni cuentas los días de la semana, ahora solo cuentas los pasos que das a diario, queriendo encontrarla por casualidad por la explanada que cruzas para poder llegar a casa. Si, te está fastidiando un poco más el hecho de que ella ya no ronda los alrededores, que el árbol donde solían esperarse por las tardes ahora ya tiene otros visitantes, que su sombra ya cubre los sueños de algunos más y, lo mejor de todo, les ampara un rato infinito ante los ojos del universo. Se te cansó el corazón, o al menos eso le dijiste a la amiga de tu ex para no entrar en detalles cuando te preguntó por ella y no supiste ni cómo explicar que echaste todo a perder. Que ahora estabas a punto de romper sus fotos para no verla, que guardaste las cartas que te mandó bajo llave para ya no escucharla, que no tuviste el valor suficiente de hacer lo mismo que hizo ella con todas las que tú le escribiste y que te confesó en una llamada telefónica: “quisiera poder devolvértelas”. Y sentiste como el corazón se desmoronaba en un alud interminable cuando dedujiste que las quemó. Lo único que hiciste bien fue borrar su número para que no te traicionaran las ganas de hablarle mientras buscabas consuelo en el fondo de una botella de whisky. Lo único que hiciste bien fue no ir a la fiesta que organizaron sus amigos, tus amigos, por temor a verla. Lo único que estás haciendo bien es estar “tan envuelto en tus capas, cebollita”, tal y como le dice el burro a Shrek. Y te preguntas porque recuerdas esa película, mientras tratas de negar que el motivo es ella. Te volviste apático y soberbio, egoísta y con un halito de melancolía que nadie comprende. Te inventas moros con tranchetes y piensas que en el cine están exhibiendo tu película, cuando en realidad a nadie le importas. Si, tu vida es un largometraje quizá mucho mejor que la saga de “Crepúsculo”, y se merece tu drama un Oscar, pero hasta las mejores películas tienen un final y tu estas tardando en darlo. Caminas dando vueltas en la casa, te miras en todos los reflejos que te topas. El calendario ya no tiene días festivos, ni fechas marcadas, ni aniversarios. Desconectaste el timbre, cerraste las cortinas y eso por no poder poner tablones atravesados en tu pecho para evitar que salga el corazón en un impulso por querer buscarla. Cambiaste la contraseña del Netflix y la olvidaste, ¡que idiota! Borraste el historial del tu buscador porque solo se abrían páginas de citas. No pagaste el recibo de luz y te has quedado a oscuras por tres días. Y con todo eso aun piensas: “falta que me orine un perro”. No te basta con lo que ya tienes perdido, imploras todavía una tragedia mas solo por hipotecar tu corazón en la banca de un amor no correspondido. Te cuelgas todas las noches en los cuernos de la luna y te balanceas hacia atrás, adelante, atrás, adelante… >>> Hoy es de esos días en los que no quieres salir de casa. En los que quieres solo despertar y mirar el techo y perderte en sus profundidades. Tuviste que cambiar tu número telefónico para evitar que te volviera a llamar, lo bloqueaste en Facebook porque sus mensajes te hostigaban, eliminaste también las últimas cinco solicitudes que creíste eran fake y que solo era él de nuevo. Y con todo eso, aun te mueres por llamarle, por decirle que estás bien. Que ya no le amas, pero que le extrañas. Que, aun sintiéndote feliz, lo buscas. Que vas de regreso por el camino largo a casa para que la casualidad se ponga de tu lado y te permita mirarlo de lejos, aunque él no te note. Pero hoy es uno de esos días. Tomas el celular y observas la última foto que se tomaron juntos en bellas artes, la otra en el restaurant aquel donde prometieron celebrar nada, ahora que se separaron. Deslizas tu dedo y ahí están otra vez en su primer partido de futbol y piensas: “que feo estaba”, y sonríes amargamente y te cubres con las cobijas hasta la coronilla, mientras tus demonios se pelean por el móvil que ya dejaste en el buro. ¡Ah, tus demonios! En eso escuchas que comienza a vibrar. La emoción te cubre los ojos, no miras quien llama solo contestas, pero, antes de hablar, escuchas la voz de una grabadora: “estimado subscriptor megacable le recordamos que…” Que el ya no te busca, que por fin logró lo que querías, que te olvidara. Que ya se lanzó a ver “Roma” de Cuaron con alguna chica de su trabajo, piensas. Pero no te preocupes puedes hacer tu deposito en el Oxxo y chance se forma detrás de ti con dos cafés andatti de los que te gustan. Total, siempre dijiste que soñar no cuesta nada. Quizá por eso no quieras salir de la cama. Más tarde, ese mismo día, te das cuenta que el verano se está acabando, que las lluvias comienzan a cesar y ya no veras las gotas resbalar en los vidrios de tus ventanas, deseando que sean tus miedos los que se escurran por tus manos. Te aferras a cualquier libro que tengas al alcance, preparas una taza de café que sabes estará menos amargo que tu vida. Eres feliz, claro que lo eres, pero concedes un instante a las cavilaciones que te deja el vapor que se escapa, mientras te confunde con su cuerpo y con el tuyo entrelazándose en el tiempo y el espacio, desvaneciéndose de a poco y dejando un recuerdo más que soñarás por la noche y te despertará en la madrugada. Pero antes de que el cansancio te venza llenarás tus ojos con tinta en forma de letras de ese libro cualquiera que te regaló antes de irse. Mañana pensarás: “que ruede la película. ¡Acción!” Y saldrás no como una estrella, sino como una nebulosa extraviada por las calles de la ciudad. Sin embargo, hoy, dejaras el teléfono en modo avión porque cuando lees comienzas un viaje, tu viaje a sus brazos entre el silencio de los renglones

El regalo

Aquella noche llovía. Y cuando llueve siempre suceden cosas qué contar, por eso muchas historias inician con la premisa de que los hechos que están próximos a ser narrados, sucedieron una noche en que llovía. Y en parte por eso llueve, para que allí suceda lo que no puede ocurrir de otro modo. Esto sucedió en una noche en que llovía. El frío golpeaba a sus anchas a un grupo de infortunados, que esperaban bajo un toldo carcomido por el sol, al transporte público. El cielo relampagueaba y mandaba una especie de flashazos fotográficos, como si Dios precisara de múltiples y enormes cámaras para capturar a los humanos en desgracia. Como si no tuviera una memoria omnipotente e infinita. Como si no hubiera previsto desde siempre lo que sucedería a causa de la lluvia. Por la hostilidad del viento helado la gente se fue juntando discretamente, unos con otros sin mediar palabra, auxiliándose por instinto ante el desabrigo, sometiéndose ante la naturaleza como un grupo de animalitos asustados. Cuando por fin el camión llegó, bajaron de él una docena de personas y subieron cuatro. En su interior el vehículo estaba tibio y el aire se percibía viciado por llevar las ventanas cerradas. Un hombre cualquiera tomó un lugar y percibió un calor benigno que emanaba del asiento, y que ayudaba a mitigar el frío que llevaba consigo. Lo caliente no era otra cosa sino el rastro térmico que dejó otro cuerpo que habitó ese espacio anterior a él, quien, de llevar unos lentes capaces de detectar el infrarrojo, hubiera percibido ese lugar resplandeciente. Siendo así, voluntariamente lo hubiera elegido, pues todo lo que buscaba en ese momento era un consuelo contra el inclemente clima. Si el tipo fuera más conversador con él, diría para sí mismo al sentarse: alguien más estaba aquí. Y se contestaría: ¡Qué delicioso calor! Si el hombre fuera más curioso con la vida, se preguntaría a quién pertenecería esa radiación que calentaba parte de sus piernas, sus nalgas y espalda; pero que no se detenía ahí, sino que ese calor beneficiaba de alguna manera a todo el cuerpo. Si el hombre fuera más reflexivo, se preguntaría por la identidad de la persona que con sus latidos, con el correr imparable de su sangre y su proceso de respiración, le dejó tan excepcional e íntimo regalo. Su calor. Si el tipo tuviera poquita más carisma en el alma, se preguntaría si ese noble ardor emanó de hombre o mujer. Si sería del anciano que con dificultad bajó del camión y al que la lluvia agarró de lleno, o de la muchacha que con agilidad corrió hacia el mismo toldo en que la gente estaba refugiada, pero donde nadie dejó ningún rastro con qué consolarle. Sería del niño con uniforme de primaria que va sentado al otro lado del pasillo, y que se cambió al asiento recién desocupado para ir junto a su madre; o quizá fuera de la madre. Tal vez fue el hombre de traje y barba que abrió un paraguas y se fue esquivando arroyos y charcos. Si el tipo fuera un poco más tirado a la nostalgia y tal vez aficionado a los artículos de ciencia, sabría que eventualmente su cuerpo absorbería ese calor hasta llegar a un equilibrio térmico, y que, finalmente, se disiparía dejándole con la temperatura natural que el organismo se procura desde su fábrica de calor. Cuando eso ocurriera, la calidez sobre la que estaba sentado y que escapó por la piel de otro, se convertiría en un recuerdo. En otras palabras, si el tipo leyera al menos un poema al día, ante la posibilidad latente del recuerdo, se sentiría en la orfandad absoluta, o como si se le fuera a venir una enfermedad de muerte. Y tendría la certidumbre de que se dedicaría el resto de su vida a extrañar a un fantasma. Si el hombre fuera más comprometido en escarbar en la condición humana, meditaría en esa carne viva refugiada en alguna parte de la ciudad, cuyo portador era un ignorante que desconocía que en el asiento que recién dejó, existía alguien pensándole; alguien que profundizaba en la incógnita de su identidad, en el enigma de sus millones de posibilidades de personalidad y aspecto físico. Que alguien nos piense también debería ser un regalo, diría. Uno que se espera sabiendo que nunca va a llegar, porque el pensamiento se gesta en un lugar privado e inaccesible. Y que alguien nos coloque allí, en un lugar así, debe ser una especie de regalo. Uno del que nunca tendremos certeza, ni aunque alguien nos confiese de su viva voz, que se ha pasado la noche entera pensando en nosotros. Si el hombre fuera tirado a los romances, pensaría que ese sagrado calor que fue dejado allí como si fuera cualquier cosa, pertenecía al amor de su vida, o a un amor imposible, de esos que se quieren desde el silencio, desde la distancia y desde la imaginación, pero que también son romances. Si el hombre fuera espiritual, pensaría que la vida, el destino, el karma, el azar, el caos o Dios, le han dejado un noble obsequio, una huella única y fugaz destinada a ser aniquilada por el tiempo, quien en su lista nos tiene a todos. Pensaría que no hay nada más personal que apropiarse del calor que expele otro ser vivo. El calor intrínseco de la vida humana como un lazo invisible que lo ató, por qué no decirlo, con un alma afín a la suya. En eso pensaría muchas horas al día, en la afinidad. Tristemente, el hombre no es nada de lo que anteriormente se ha dicho. Lleva su mente ocupada en otras cosas que nada tienen que ver con su asiento y mucho menos con un amor imposible. En realidad, bien mirado, no hay nada que valga la pena contar de él. Dejémoslo en paz y busquemos nuestra historia en otra parte, antes de que se nos termine la lluvia.

La diarrea como esperanza

La camioneta picap gris, se convirtió en un rinoceronte furibundo. No había automóvil que la detuviera. Dentro de ella un ente misterioso no despegaba el pie del acelerador. Los vidrios polarizados aumentaban el misterio de quién demonios llevaba tanta prisa para pasar por encima de la banqueta, un par de perros pegados, un hidrante de bomberos, y terminar arrollando y partiendo en bastantes porciones a un joven motociclista. “¡Ya le partió en su madre!”, “¡Agárrenlo!”, “¡Dios mío, ese cabrón está loco!”, “¡Una ambulancia, una ambulancia!”, “Ay, virgencita, cúbrelo con tu manto sagrado”, “Fíjense si trae celular”, “Pido la cartera” Algunos corrieron detrás de la picap gris, aventándole cuanto podían. Otros, los más nerviosos, se quedaron estupefactos mirando el torso sin cabeza, ni extremidades inferiores del otrora motociclista. Los más audaces buscaban y rebuscaban las partes del cuerpo, algunos hasta apostaban de qué parte del cuerpo se trataba lo que encontraban tendido en el asfalto. Un niño de unos once años, con júbilo levantó la cabeza, ya sin casco, del desafortunado arrollado. “Encontré una pierna”, “Acá hay una mano”, “Esa no es una mano, es un pie, no seas bruto”, “Nomás traía doscientos baros”, Y así, poco a poco fueron armando, en la esquina de la calle, al casi completo joven. “A ver, a ver, hay que organizarnos, que se vea que somos un barrio civilizado. Si quieren ver al cadáver, será por fichas” La gente formada de pie, se fue cansando, a tal grado que decidieron sacar sillas de sus casas, sombrillas para el sol, y como la calle estaba cerrada, los pequeños aprovecharon para echarse una cascarita y reconciliarse con la actividad física, que hacía tanto tiempo no se practicaba en la colonia. Los vendedores ambulantes arribaron. Había pasado mucho tiempo desde que la zona no se veía tan llena de vida. En contra esquina de donde yacía el reciente difunto, se colocó un puesto de algodones de azúcar, a un costado un puesto de canicas, casi en- frente se escuchaba a todo pulmón el tradicional: “Se va y se corre, con la vieja del pozole”, los dardos, el tiro al blanco, la pesca de los patitos de hule, la foto de tres por cincuenta con todo y casco del muertito, todo era algarabía, hasta que llegó el presidente de colonos. De inmediato se montó un improvisado estrado, para cederle el uso de la palabra. “Queridos compañeros, disculpen que interrumpa este momento. Sé, que desde hace mucho tiempo la economía de la colonia no marchaba tan bien. También sé, que por culpa de los malditos aparatos electrónicos los niños ya no salen a las calles. Nunca se había visto tanta organización como hoy. Pero es mi deber como presidente vecinal, hacer cumplir sus derechos, y por ello, tengo la responsabilidad de hacer frente a mis actos...” La gente aguardaba en silencio, atenta a la voz del calvo e inflamado presidente. “Hoy por la tarde, con malestares estomacales llegué al médico familiar, me recomendó descanso por tres días. Y sin vergüenza, les platico, compañeros, que me recetó bastantes medicinas para la diarrea. Sin embargo, compañeros, éstas no causaron reacción inmediata en mi persona. Me vi obligado a pedirle la camioneta a uno de mis trabajadores, y sin medir las consecuencias, compañeros, se me atravesaron unos canes, una toma de agua y un loco motociclista. Es aquí cuando les pregunto, compañeros; ¿no es la vida una vieja necia que cuando uno menos lo espera da una nueva visión y una nueva oportunidad a un lugar como el nuestro?, ¿acaso la desgracia no nos ha unido como una pequeña sociedad, haciéndonos volver a nuestros orígenes organizacionales y de buena voluntad?, ¿queremos seguir por este camino de organización, compañeros?, ¿o volveremos a las cavernas, sin tomar las calles, reactivar la economía?, ¿podemos lograrlo juntos, compañeros?, ¡No los escucho!, ¡No los escucho! El confeti y serpentinas caían despacio, sobre los rostros iluminados y llenos de confianza de los habitantes de aquel lugar. Un nuevo futuro se alzaba después de tantas esperanzas muertas.

La esquiva justicia

Zacarías Zurita Sepúlveda.

Chile

Esencia

Dennis G. Orellana.

Perú

ESTRATEGIA

Marcela Alfonso,

Colombia.

Buen día

Mayra Alatorre.

Jalisco, México

Afuera de la nada

Julián Rusvelt. Tolima,

Colombia

Seguimiento

Ernesto Tancovich.

Buenos Aires, Argentina.

Me ven

Víctor Parra.

Nayarit, México.

Minificciones

Ricardo Alberto Bugarín. Mendoza, Argentina.

En el cine pasan

tu película

César Burke

Guadalajara, México

El regalo

Óscar Barrón

DGuadalajara, México.

La diarrea como esperanza

Miguel Flores.

Guadalajara, México

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